Estudié Comunicaciones, y luego de trabajar durante varios años en producción de televisión, me sentía algo vacía, ya que no creía que mi trabajo en programas de entretenimiento aportaba lo suficiente al mundo. Entonces decidí dejar la televisión y buscar un trabajo con sentido. Visité muchos proyectos sociales, buscando aquel que hiciera latir mi corazón; lo único que sabía era que quería trabajar por niños vulnerables. Entre las muchas organizaciones que visité, hubo una, muy pequeña, que me impresionó y supe que por ahí era mi camino. Era una casita que recibía a personas con cáncer que llegaban de provincia hasta Lima, la capital, para recibir tratamiento médico. Me pareció un grupo muy vulnerable, ya que además de enfermedad, había pobreza. Decidí hacerme voluntaria de ese hogar. Pasado un tiempo, me enteré de que existía una organización internacional llamada Casa Ronald McDonald que reci[1]bía a niños con enfermedades complejas y a sus familias, y me encantó lo bien que funcionaba la organización, presente en más de 40 países. Viajé a Estados Unidos a conocer una de esas casas y me enamoré del proyecto. Me di cuenta de que cuidaban todos los detalles, buscando el bienestar de la familia. Yo quería que esa organización estuviera en Perú, y al cabo de un año de mi primer contacto, decidieron fundar la Asociación en Perú y me invitaron a dirigirla. Empecé a visitar hospitales públicos para buscar alianzas, y de esa forma inicié mi aventura en el sistema de salud.
Cuando abrimos la primera casa, cuidamos todos los detalles: muchos espacios de juego, talleres para los niños y sus padres, voluntarios. Procuramos reunir todo lo necesario para que los niños estuvieran felices, sanaran y pudieran regresar a casa con su familia. Muy pronto me di cuenta de que estaba muy alejada de la realidad. Por más amor, cuidados y actividades que les ofrecíamos en el hogar, muchos niños fallecían. Llegaban con la enfermedad avanzada, y tras algunos intentos de tratamiento, los médicos comunicaban a las familias que el niño estaba desahuciado. Algunos fallecían en el hospital, y era muy duro para las familias ver partir a su niño sin haber logrado que se despidiera de sus hermanos o sin poder llevarlo a casa como ellos hubiesen deseado. En otros casos, el hospital enviaba a los niños a su casa para fallecer; sin embargo, para las familias de escasos recursos, esta situación era inmanejable, ya que al vivir en estado pobreza, no podían ofrecer a su niño las comodidades básicas ni el bienestar que necesitaban en este proceso al final de su vida, y era muy duro verlos padecer dolor y partir de una manera poco digna.
Todo eso me hizo cuestionarme, ya que, si bien nosotros les ofrecíamos el hogar temporal mientras duraba el tratamiento y no teníamos mucho que ver con la parte médica, no podía aceptar que un niño falleciera con dolor. Veía el gran sufrimiento y sentimiento de culpa de los padres, y yo me repetía que debía haber otras formas de manejar este proceso final. Mi frustración crecía y caí en burnout. Cuando estaba a punto de renunciar porque no podía más con el dolor emocional, llegó a visitarme una familia cuya hija acababa de fallecer hacía algunas semanas. A mí me sorprendió verlos tan serenos y en paz cuando llegaron al hogar a donar la ropa y juguetes de su niña. ¿Cómo en pocas semanas habían logrado aceptar la partida de su niña? Ellos me contaron que la niña falleció en casa, con el dolor y los síntomas controlados. Tuvieron oportunidad de hablar con ella, expresar lo que sentían y despedirse con amor. En ese momento me di cuenta de que la calidad de la muerte impacta directamente en cómo la familia procesa el duelo. Una buena muerte daba lugar a un duelo sano, por el contrario, cuando el niño moría mal, la familia difícilmente lograba recuperarse y seguir con su vida.
Empecé a investigar y descubrí los cuidados paliativos y los hospices. Nuevamente mi corazón latió de esa manera especial como cuando sabes por dónde sigue el camino.
Luego de 6 años de dirigir el hogar en Lima, me mudé a las montañas, en el Valle Sagrado, Cusco. No fue fácil dejar hogar de niños, porque lo sentía mío; sin embargo, supe que debía dar ese paso. En el campo, me sentía más viva, inspirada, empecé a hacer voluntariado en una Asociación para niños con discapacidad y luego me contrataron para trabajar ahí como comunicadora social. De pronto, empezó la pandemia… marzo de 2020. Empecé a trabajar desde casa, y al cabo de un mes sin contacto con los niños, escuchando sobre tantos casos de muertes solitarias en hospitales, sin calidez humana ni despedidas, recordé mi misión, mi promesa. Sabía que debía empezar a prepararme para el que sabía era mi camino. Estudié un Diplomado de “Acompañamiento al final de la Vida” y un curso de Tanatología. Leí a la Dra. Cicely Saunders y a la Dra. Elizabeth Kübler-Ross. Las adopté como maestras, y decidí que debía estudiar un curso de cuidados paliativos, si realmente quería conocer este mundo. Empecé a buscar cursos en línea en diferentes países. La mayoría eran sobre cuidados paliativos en general, pero yo buscaba uno específico para niños y adolescentes… hasta que lo encontré: lo ofrecía Paliativos sin Fronteras.
Leí el contenido del curso, y me pareció un gran reto, ya que yo no soy médico, y muchos de los temas eran bastante clínicos, sin embargo, decidí inscribirme. Agradezco que me hayan dado la oportunidad de estudiar este maravilloso curso. Descubrí un nuevo mundo. A los pocos meses, todo empezó a fluir. A medida que yo avanzaba con el curso, me apasionaba más por los cuidados paliativos. A finales de 2020 se comunicó conmigo un amigo de mi familia y me dijo que quería dejar un legado y ayudarme a empezar mi proyecto. Dejé mi trabajo y empezó a cumplirse mi sueño. Registré mi Asociación “Casa Khuyana” (khuyana es una palabra en la lengua andina quechua, y significa “digno de amor y comprensión”). Un arquitecto amigo realizó el diseño y empecé la búsqueda del terreno. Luego de 5 meses encontramos un hermoso terreno de 3000 m2 en la provincia de Calca, corazón del Valle Sagrado. No fue fácil conseguir la licencia de construcción, pero finalmente la obtuvimos, y en julio de 2022 hemos empezado la construcción del primer hospice pediátrico de Perú, en medio de las montañas, bajo el cielo azul. Aún está en construcción. Para enero de 2023, habremos terminado con la estructura y estamos buscando financiación para lograr terminar la etapa de acabados y equipamiento. Desde ya, estoy visitando los hospitales que serán aliados y estoy tratando de captar voluntarios. Desde que empecé a estudiar, no he dejado de hacerlo. Soy una enamorada de los cuidados paliativos, más que como una especialidad, como una forma de vida.
Este artículo ha sido publicado con permiso de Notas Paliativas www.paliativossinfronteras.org.
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